jueves, febrero 09, 2012

De San Blas a Don Porfirio

En 1960 la Escuela de San Blas de Moravia era nada más una vieja casona de bahareque y partes de madera también viejísimas, junto a dos o tres novísimas aulas prefabricadas de estructura metálica, grandes ventanales y corredor lujado en ocre rojo. Había amplios patios medio encharralados y una plaza pequeña para mejengas, que colindaba con una acequia chiquita, pero que corría por un caño profundo, o quizás no tanto, pero lo parecía para alguien de nuevo ingreso; de hecho le llamaban el zanjón y era un sitio de juegos de las pandillas infantiles pues se podía pescar olominas, o guindarse de bejucos que caían largos desde los altísimos higuerones para atravesar la acequia, o caminar entre helechos y manos de tigre que tapaban al grupo entero fácilmente.

Al frente de la casona/escuela, que estaba muy cerca de una plazoleta pública y una ermita, pasaba la callecilla medio empedrada, medio ‘lastreada’, que comunicaba con La Trinidad, Santa Rosa y San Jerónimo –de Moravia-, así como con San Antonio -de Coronado-; todo en medio de cafetales, potreros y charrales con una que otra pulpería-cantina, en algún cruce de caminos, cerca de los recibidores de café, dónde se concentraba durante la cosecha el mayor dinamismo humano del núcleo básico de toda la economía nacional. A lo lejos, al norte, las Tres Marías, azules, y luego el Bajo de la Hondura por dónde pasaban los vientos fríos de fin de año y las lluvias torrenciales el resto del año, un poco más al este surgía imponente el Irazú/Turrialba.

Cerca de la escuela, había un recibidor de café grande siguiendo por la calle hacia La Trinidad cerca de un cruce de caminos de tipo ‘y griega’, donde se separaban quienes iban a San Jerónimo de quienes iban a San Antonio; y había un recibidor más pequeño en la ruta hacia San Vicente, cerca de otra acequia muy conocida, en la llamada ‘calle del barro de olla’, por dónde se pasaba luego de las clases para cargar pedazos de arcilla gris, que se sacaba fácilmente de los paredones del borde de la acequia y servía para hacer figuritas, o simplemente para munición de las cerbatanas. Hacia el sur, parecía muy lejana, varios kilómetros hacia ‘abajo’, la Parroquia de Moravia, con sus altas torres en forma de cono alargado, primero de color rojo y más tarde plateado. Pero no se tardaba mucho, por esa callecilla ‘de los buses’, que serpenteaba entre cafetales hacia lo que se llamaba ‘el centro’ y era en efecto el centro comercial, religioso, cultural y político del cantón.

Don Juan, vestido siempre con un estricto traje, con saco y corbata todos los días, alto y de hablar pausado, extremadamente gentil y pronunciación exacta, todo un caballero decían, era el director de la escuela de San Blas, pero, por mucho, la niña Aracelli siempre sería la más querida, más respetada y más apreciada. Ella sabía hacer del primer día de primaria una felicidad para todos, incluso para más de la mitad de su grupo que era repitente de primer grado, la mitad de ellos repitentes por segunda vez. Su voz daba confianza y demostraba un profundo amor por la profesión y por cada estudiante, a quienes rápido conocía y trataba de ayudar, no solo en su proceso de aprendizaje, sino en su vida cotidiana, su situación familiar, su supervivencia en fin.

La mayoría de los estudiantes eran hijos de peones de cafetal, así que los muchachos trabajaban en las cosechas y las fajinas desde antes de ingresar a primaria y las niñitas laboraban desde la madrugada en los quehaceres domésticos, aparte de también integrarse a las cosechas. Tampoco se suponía que tuvieran que estudiar mayor cosa, con aprender a contar y leer, o firmar, sería más que suficiente pues su universo tendía a ser el cafetal. La niña Aracelli sabía las condiciones de cada familia pues había sido maestra ahí por muchos años, los visitaba y conocía a cada quien, así que mientras en algunos casos trataba de conversar con los padres para convencerlos de la importancia del estudio, en otras, simplemente trataba de sacar lo mejor de los niños y niñas, lo mejor para ellos claro, del rato escaso que se los prestaran sus padres.

Eran grupos de casi cuarenta estudiantes, así que las escuelas estaban atestadas y faltaban aulas, sillas o pupitres, de todo por todo lado. Una maestra jamás podría atender esas demandas con esas condiciones de partida y el casi nulo apoyo de las familias, aparte de que un buen grupo llegaban cansados, golpeados, mal-dormidos y mal comidos, o del todo sin desayunar más que un café ‘vacío’ y venían caminando, descalzos muchos de ellos, desde las fincas de los alrededores.

Unos pocos eran distintos, sus padres tenían interés genuino y hasta algo habían aprendido antes de ingresar a primero, esos apoyarían a la maestra y a sus hijos en la aventura que iniciaba. Menos eran los que tenían alguna condición particular, como la facilidad de ya tener acceso a textos, o conocer las tablas de multiplicar o saber leer un poco, por lo menos. La niña Aracelli rápido los detectaba y los ponía a ayudar. Su tarea no sería simplemente leer el ‘Paco y Lola’ o el ‘Silabario Castellano’, sino también ayudarle a ella con aquellos a los que les costaba más, colaborar y prepararse para ayudar a los otros en sus esfuerzos por descifrar las letras y los números o, incluso, para ayudarles en cómo usar el lápiz, cortar y doblar hojitas, colorear y hacer palotes muy básicos en los reglones, ya que en esa época no existía el pre-escolar ni nada de lejos parecido en las escuelas públicas. Estas tareas elementales eran difíciles para algunos, porque sus manos ya estaban hechas para el cafetal a los ocho años, o eran ya buenas cocineras y tenían muchas obligaciones en su casa, como cuidar a los niños más pequeño y a los animales domésticos. En las fincas se les permitía tener cerdos y gallinas en los solares que les prestaban para construir sus viviendas y en los predios de la propia finca. Ahí en el cafetal tenían trabajo y podían conseguir leña, tirar sus basuras en los huecos y los residuos de alimentos con las aguas residuales podían correr por el solar, dónde los animales podían hacer su fiesta alimentaria.

La niña Aracelli, conocía cada detalle y podía agrupar a sus estudiantes según lo necesitaran. Algunos, con apoyo de la niña, hacían rápidamente las tareas obligatorias y se iban a sentar con grupos de niños que tenían más dificultades. A veces se quedaban un rato más para hacer de una vez la tarea diaria, pues en sus casas no podían dedicar tiempo a eso. Así se lograba multiplicar la labor de la niña y sacar el máximo de cada situación, contando siempre con el inmenso cariño de doña Aracelli, en cada palabra y cada gesto para con todos, en particular, para con quienes más dificultades tenían: los que llegaban con hambre o se la pasaban distraídos a la espera de poder irse.

Las diferencias eran inmensas entre distintas escuelas públicas de una misma zona, mientras en aquellas que estaban literalmente entre cafetales se repetían las escenas de la escuelita de San Blas, ya allá en el centro, en lo que entonces creíamos que era ‘la ciudad’, la Escuela Porfirio Brenes Castro se destacaba como uno de los principales edificios de la población, al costado sur de la plaza que estaba rodeada de enormes pinos. La iglesia, la escuela y el club Unión Deportiva, al norte del quiosco, eran el centro del pueblo alrededor de la plaza a cuyos costados estaban los principales comercios y en diagonal el más importante beneficio de café de la zona, el de André Challe, que ocupaba varias hectáreas. Había talabarterías, cantinas, sodas y salones de baile y la Casa Cural en toda esa área alrededor de la plaza y de la iglesia.

Pero nos faltarían todavía dos años para llegar a la Porfirio y al centro, a la ciudad…, por ahora, en 1960, iniciaríamos nuestra educación formal en la Escuela de San Blas guiados por el cariño y la formación profesional de la excelente y querida niña Aracelli Boza V, a quien ahora recuerdo con mucho cariño.