martes, mayo 18, 2010

NIQUINOHOMO

La figura de Sandino, de varios metros de altura, resguarda y resalta en la entrada de su pueblo natal, hoy ciudad de Niquinohomo, el que fuera un caserío precolombino en medio de rancherías indígenas, que acogía en tránsito desde el lejano norte a los aztecas o a los chibchas, desde el sur, siendo desde tiempos inmemoriales el paso más estrecho del istmo que une a los hemisferios.

A poco más de cincuenta metros sobre ese vestíbulo principal del viejo pueblo, se yergue hoy la nueva estatua de otro guerrero, Aureliano, el Comandante Guerrillero William Ramírez, hijo dilecto y líder querido y respetado de la comarca. Ya frente a la estatua, recientemente, en una soleada tarde de mayo, ésta parece más bien pequeña y limitada si la comparas con la estatura en vida de Aureliano, o con sus acciones: la conducción del Repliegue a Masaya o la jefatura del Frente Interno en las acciones insurrecciones del 79.

Al ver la estatua por primera vez, se siente esa extraña sensación de estar frente a una suerte de prócer contemporáneo, dado que lo conociste, charlaste con él y no era mucho mayor que vos, siendo que, por el contrario, las figuras de las estatuas son usualmente de la época de tus bisabuelos.

La primera vez en Niquinohomo, temprano en la noche, llegué en medio de un enorme tumulto que obligaba a caminar desde más de quinientos metros del centro, pues celebraban las fiestas patronales y estaba ahí para disfrutar de esa experiencia cultural, ancestral y arcaica, pero viva. Fiesta que reunía muy distintas épocas y culturas en un sincretismo de siglos, pero entonces además, con una estructura de poder y jerarquía política recién en lo que se pensaba los inicios de profundos cambios en esa Nicaragua de mediados de los 80s, cuando todavía parecía que fuera posible y que el futuro estaba ahí, ya haciéndose realidad.

Por ventura, había llegado en compañía de amigos a los Festejos Patronales y atravesamos el enorme tumulto bailante -y ya medio embriagado- desde el punto dónde hoy está la estatua de Aureliano hasta la casa donde residía Ramírez: el Mayordomo de la celebración.
Así, me vi de pronto en la casona del Principal sin conocer a prácticamente a nadie, hablando en un extraño acento que usualmente vendría de alguien que despreciaría y discriminaría la forma de hablar de esos miles de festejantes. Pero, quien era recibido como un hermano, o pariente que retorna, y el propio Ministro –pues ese era el cargo oficial de Ramírez en ese momento- lo hacía sentir así con su enorme apretón de manos cuando ya la corriente de gente me había arrastrado pasillo adentro y empezaba a sentirme cómodo, casi como en familia, en la cocina de la casona.

La casa, que se alzaba sobre unas angostas aceras altas a poco menos de un metro del nivel de la calle, estaba tan llena como el Parque Central, con gente que corría, entraba y salía, servía comida y refrescos, en medio del sopor causado por el ajetreo y el calor de julio. Los familiares cercanos, parientes y amigos, junto a quienes ayudaban (representantes de grupos diversos de la comunidad y la iglesia) pedían o llamaban y se afanaban tratando de complacer a los visitantes, en medio del bullicio de decenas de gentes riendo y hablando fuerte, casi a gritos, con un plato de comida en una mano y un trago en la otra.

Llegar a la casa del Mayordomo era, ciertamente, muy difícil, pues tenías que abrirte paso en las calles atestadas para acercarte a la esquina del altar de Santa Ana, que había sido construido bajo un amplio rancho de techo tejido con hojas de palmera y adornado de frutas, legumbres, verduras y flores, en la calle adyacente, a una cuadra del Parque Central.

Los vecinos de las comarcas y pueblos cercanos, así como visitantes de toda la región, querían ver el altar con las ofrendas y pasar frente a la casa del Mayordomo, donde desde una ventana lateral se servían bebidas y comidas. Se acercaban al altar y subían por unas gradas angostísimas a la acera, para acercarse a la ventana y recoger su trago y su vigorón envuelto en hojas.

Se podía distinguir, sin embargo, entre la muchedumbre, los pequeños grupos de visitantes de mejores ingresos, con sus ropas, sombreros y su andar altivo, quienes más fácilmente llegaban hasta la puerta de la casona y encontraban paso libre. Esos más afortunados podrían acercarse, pues eran invitados, amigos cercanos, conocidos o familiares, y claro, algunos cuantos conocidos de amigos de conocidos… Estos, para su suerte (para mi suerte), habían podido pasar, saludando y sonriendo, sin problemas, las escoltas armadas que se confundían en las aceras y pasillos con decenas, sino cientos, de gentes vestidas con uniformes militares o sombreros de los cachorros: los muchachos adolescentes del servicio militar, quizás recién llegados del frente de combate, que también festejaban con sus familiares jubilosos.

Al ingresar a la casa, llamaba la atención que una gran habitación esquinera, con dos grandes ventanas que daban a la esquina del altar, estaba repleta hasta el techo de cajas de licores y cervezas –una buena parte de marcas extranjeras- que varios colaboradores repartían por decenas en las ventanas dónde se apretujaban los pobladores para recibir su obsequio, el que aportaba el Mayordomo como contribución a la celebración y en agradecimiento por la visita, igual que lo hacía con los más cercanos, aparentemente también ‘principales’, que se acomodaban en los salones y pasillos de la casona señorial.

Esas fiestas patronales expresan y dan continuidad a las fiestas que reunían a miles de indígenas para celebrar a sus dioses (y no otra cosa es la fiesta patronal actual, católica y europea, que desde los tiempos coloniales se festeja en honor de San Ana, la Patrona, que tiene ahí su iglesia centenaria y su imagen de más de trescientos años), pues Niquinohomo era, de alguna forma, a la vez, sitio de paso y punto de encuentro de los vecinos de los ‘Pueblos Brujos’, del pacífico sur de Nicaragua (como Masaya, Nandasmo, Diriamba, Diriomo, Diriá, Catarina, San Juan de Oriente y Jinotepe), que se reunían ahí para sus fiestas multitudinarias.

Las celebraciones reflejan también, en varias de sus actividades, las tradicionales luchas indígenas precolombinas (y las que luego se lanzaron contra Gil González y Pedrarias) acaecidas en este ‘valle de guerreros’ -el significado en chorotega de Niquinohomo- en simbiosis con el aporte colonialista. Ello se expresa en las noches de pólvora y las carreras del ´toro encuetado’; en las ofrendas de flores multicolores y la más amplia diversidad de productos agrícolas; en el altísimo consumo de licor (hasta caer cientos de celebrantes) y los choques o hasta combates que resultan con la embriaguez.

La fiesta sintetizaba todas las épocas con la figura de aquel joven, carismático y triunfante caudillo casi mítico, este Aureliano nacido en un valle de guerreros, fuerte y locuaz, alegre y vivaz (quien también sería diputado ante la Asamblea Nacional). Puesto que, en su rol de Mayordomo, revivía al cacique indígena que regía los festejos precolombinos y reproducía al gamonal colonial que repartía pequeñas dádivas a la pobretería.

Poco después de la llegada y luego de una charla muy amistosa y entretenida con el Mayordomo, quien se interesaba de cómo un tico había ido a dar hasta su cocina, pero más aún sobre su trabajo y su inserción en aquella efervescencia política del país (casi como en una entrevista, ya que Ramírez era de profesión periodista), se sintió como un estremecimiento y un ruido particular: algo importante sucedía afuera y venía avanzando desde el parque hacia la casa. Ya cuando el tico había conocido a un par de docenas de gentes que se acercaban a saludar, abrazar y besar al Mayordomo, mientras este seguía con sus amenos comentarios en el círculo que le rodeaba, la conversación terminó abruptamente pues las escoltas y asistentes llegaron solícitos a informar y entonces supe: dos Comandantes de la Revolución venían caminando lentamente entre aplausos y consignas guerrilleras, se acercaban a la casa y el Comandante Guerrillero iba a recibirlos a la puerta de su casa, como se debe, ya que eran las máximas autoridades que estarían presentes en los festejos y compartirían con el Mayordomo, y otros funcionarios locales, los actos ceremoniales de aquella noche magnífica.

Minutos después, creció sustancialmente el número de escoltas y el tico se sintió mirado por decenas de ojos que no le reconocían, y claro estaban ahí a pocos metros, entrando a la sala, el comandante Arce, simpático y alegre, gozando de la fiesta, junto al más serio, pero jovial, comandante Borge, nada menos que el todo-poderoso Ministro del Interior. Y claro, Ramírez los acompañaba y presentaba a los invitados principales, de los que ahora, por mera casualidad, el tico formaba parte con el espaldarazo del Mayordomo, que me llamaba ‘hermano’, sintiéndolo de verdad, y eso era suficiente para que los escoltas tomaran confianza y se relajaran, un poco…

La fiesta siguió en grande, con los principales invitados al fondo de la casona dónde estaban las cocinas y se asaba buena parte de una res y un cerdo entero, y se acumulaban enormes pilas de cajas de cervezas, licores y refrescos. Por el patio trasero entraban y salían presurosos los asistentes y sirvientes, llevando pailas de comidas y bebidas hacia la casa, las cocinas o las aceras. Afuera, la fiesta se ponía caliente con la música, que grupos muy apreciados del Caribe nicaragüense y otros de moda, tocaban en diversos puntos del parque, o al costado de la vieja iglesia colonial. Poco después otro movimiento, menos tumultuoso, permitió que Bayardo se fuera a cumplir con el acto tradicional de coronación de las reinas de los festejos y muy efusivo, luego de los cumplidos oficiales, las invitó a la casa del principal, mientras las niñas casi adolescentes se emocionaban con su abrazo y con la oportunidad de conocer a Tomás, quien no se había movido del fondo de la casona y dirigía la charla, siendo el centro de todas las miradas y todos los oídos.

En la calle, mientras tanto, se adentraba la noche y mientras se llenaba cada vez más el altar con las múltiples ofrendas de los devotos, más se hacía difícil escuchar la música y muchos de los pobladores iban quedando a orillas de las aceras o recostados a las paredes con la botellita Flor de Caña a medio consumir o deambulaban con las miradas perdidas, a la vez que los petardos seguían tronando a granel y el ‘toro encuetado’ quedaba, ya libre de su carga de pólvora, tirado en una esquina como un celebrante más.

Veinticinco años después esas imágenes recorrían mi mente y se apretujaban en mis ojos al recorrer de nuevo las calles, muy limpias y de paredes pintadas, con iglesias restauradas y nuevas edificaciones del Niquinohomo de hoy, el mismo dónde se vive cada año esa expresión popular que condensa culturas milenarias; aunque ya no se tiene esa esperanza, ese futuro en el presente, casi o del todo ingenua, que se tenía y se empezaba a perder apenas a mediados de los años ochentas.

Recorrer los pueblos brujos del pacífico sur nicaragüense me ha causado siempre una extraña sensación, una como impresión de que ya estuve ahí, de que es una vuelta a mi casa, a mi gente, a mi pueblo; parecido o incluso más de lo que siento al volver al pueblo costarricense donde pasé la infancia y estudié la primaria.

Quizás de alguna forma, algún tatarabuelo Argüello caminó descalzo por aquellas veredas, siglos atrás, para luego migrar hacia el sur, y en sus genes me transmitió esas memorias que quedaron en las plantas de sus pies, de aquellas gentes y pueblos, geografías y sensaciones que surgen ahora al volver a Niquinohomo.


Manuel Argüello Rodríguez, Ph.D.
18 de mayo de 2010