lunes, diciembre 13, 2010

El pescado y los bistecs

María Cartín Jiménez decía que era bruja, de las de verdad, nacida y criada en Escazú. La recuerdo menudita y de largos trajes grises con una melena muy blanca, suave y reluciente, que peinaba por largo rato para luego hacerse unas grandes trenzas, que organizaba en forma de moños, frente a un espejito minúsculo de marco de latón que colgaba de un clavito en la pared del corredor. Luego se sentaba a enrollar el tabaco, que sacaba de una vieja y despintada cajita de lata, en papeles amarillos casi transparentes, que fumaba despacio, mientras nos contaba cuentos de su infancia, de por allá en las montañas del antiguo pueblo, riéndose hasta casi desmayar al ver nuestras caritas atemorizadas cuando los espíritus en pena aparecían en escena.

Sentado en el quicio del corredor, mientras mis hermanas estaban en la escuela, observaba a mi abuela paterna peinarse, ansioso a la espera de alguna de sus anécdotas recreadas en imágenes vivas, donde gentes con nombres y detalles tan reales que nos llegaban a parecer parientes o conocidos, interactuaban con ella y los muertos vivientes, por las calles de Escazú, mientras los curas advertían que todo sucedía por culpa de tanta bruja. Pero mi abuela María jamás podría haber sido una bruja de verdad, porque siempre lograba sacarnos risas abundantes cuando ya estábamos a punto de llorar de angustia con sus terribles imágenes de espantos y luces de muerto o cadenas arrastradas por almas en pena que deambulaban por las calles empedradas que bajaban de los cerros.

A veces los cuentos se enredaban y se entrelazaban de manera que se nos hacían inverosímiles y entonces soltaba las carcajadas al hacerse obvio que nuestro miedo desaparecía pues la habíamos sorprendido en sus enredos y el miedo era sustituido por el triunfo momentáneo que para nosotros significaba el confirmar que estaba improvisando situaciones terribles, pero irreales, que casi casi habíamos creído.

Mi abuela me mostró la riqueza de las vidas de la gente, lo divertido que podría ser fijarse en lo que hacían, perder el miedo que sólo surgía por creer más de la cuenta y la importancia de poder reírse de cualquier cosa, incluyendo sus propios equívocos y su experiencia cotidiana en el San José de principios del siglo XX.

Nos narraba con seriedad y voz pausada, los momentos terribles que le había tocado vivir en su adolescencia, mientras lavaba ajeno al atardecer luego de trabajar desde la madrugada en casas de señoras del pueblo. Historias como la de aquella noche en que al volver de colgar la ropa al fondo del patio escuchó un extraño ruido como de matracas y al volver para ver qué pasaba, la ropa había desaparecido y lo que había eran esqueletos guindando en los alambres de púas, dónde acababa poner la ropa, que se mecían y chocaban con la brisa que los hacía tronar como quebrándose.

Entonces nuestra imaginación volaba desde la casita entre cafetales de Moravia hacia los potreros de Alajuelita o San Antonio, que visitamos en algunas ocasiones luego de recorrer las ferias pueblerinas dónde vendían la chicha y el chinchiví. En esos potreros se sentía que los cerros casi se venían encima: aquel con la inmensa cruz y el otro de farallones rocosos verticales que llamaban Pico Blanco y por dónde las brujas volarían y se esconderían.

De mi abuela María aprendí también a llamar las cosas por nombres distintos de los normales y a burlarme de la gente impertinente, como la vecina entrometida que escuchaba con disimulo las conversaciones de pared de por medio, cuando María Cartín ya vivía por las viejas casitas de la Cruz Roja, a orillas del Río Virilla cerca del Paso de la Vaca, en ese entonces ella alquilaba en una vieja cuartería donde todo se escuchaba. Algunas vecinas chismeaban despreciativamente sobre su extrema pobreza, entonces ella llamaba al almuerzo a su único hijo, quien deambulaba por las orillas del río: ‘Manueeeel, ya está listo el pescado’ o ‘veniií, que se te va a enfriar el bistec’, pero lo que había era guineos cocidos o sopa negra con tortillas y mi abuela lo que hacía era provocar la envidia y la maledicencia de la vecina, quien no entendía como gente tan pobre comía tan bien todos los días.