sábado, octubre 22, 2005

A propósito de Wilma en Yucatán

A propósito de Wilma en Yucatán, lo mejor que he encontrado en la literatura:



“Era la temporada de huracanes y llovía sin cesar sobre los bosques y los mares. En algún lugar de la Florida bautizaron los ciclones con humor misógino, poniéndoles nombre de mujer, de modo que eran Floras y Gladys y Berthas las responsables de la devastación, y eran femeninos los saldos de aldeas arrasadas y puertos inundados que dejaban a su paso aquellos ventarrones de agrios humores. Brotaban de la nada, de las nubes, de los caprichos coléricos del Zeus tropical, y corrían sin rumbo fijo en remolino de un punto ciego a un punto tuerto del océano, trayendo y llevando agua de ninguna parte a ninguna parte, y encontrando a su paso tierras inermes, cayos que las aguas cubrían hasta desaparecerlos, playas que perdían las arenas, pueblos que desaparecían en los litorales, pueblos hechos a mano, de guano y de madera, cuya única fuerza ante la ira de los vientos era la resignación, el riesgo asumido de la desgracia, pueblos temerarios, irreales, que a nadie presumían su valor porque nadie había que los mirara, pueblos dispuestos a enfrenar sin previsión ni pretensiones las ocurrencias de la naturaleza, pueblos que apenas habían dejado de ser naturaleza, que seguían inmersos en ella, en su rigor de furias ciegas y plenitudes esplendorosas, pueblos anónimos del mar y las bahías, de los ríos y de los arrecifes del Caribe, que no tenían dónde más caerse muertos que en las entrañas de un ciclón o en las calenturas de una epidemia. Cada año venían hacia esos pueblos las furias de los ciclones, furias ni siquiera dedicadas a ellos, y se los llevaban en su cola a la tierra de nunca jamás, la tierra de la devastación sin luto y la tragedia sin canto ni memoria de nadie.



La noche que anunciaron la entrada del ciclón a Carrizales, todo mundo siguió las instrucciones. Tapiaron sus casas con las maderas más duras, liaron sus pertenencias y se fueron lejos de las aguas de la bahía, a las modestas alturas del cerro y a los edificios sólidos que albergaba la villa, a saber: una escuela, un mercado, la Casa Casares y la Casa de Gobierno. Ese día no entró el ciclón. Al día siguiente se corrió la noticia por la radio de que todos hicieran lo que el día anterior, y todo el mundo hizo lo mismo. Al tercero, las instrucciones fueron idénticas al primero y al segundo, pero entonces ya nadie hizo caso Esa noche advertida y descuidada entró el ciclón a Carrizales. Ana Enterrías y su marido, Santiago Arangio, habían dormido desde el primer aviso ciclónico en la casa de su hija Rosa, que tenía dos cuartos de cemento. El marido de Rosa, Julián Casares, rascaba su futuro en La Reserva de Miranda.



A las siete de la noche, como prologando un diluvio, con humores alternos de riegos y cubetadas, empezó el aguacero. A las diez, los vientos arrastraban hojas y yerbas y hacían crujir ventanas y rendijas. A las once, Ana Enterrías empezó los rezos, seguida por el coro de sus hijas, frente al silencio altivo y pálido de su marido y las miradas incrédulas de Rosa que cargaba en sus brazos a Julia y en su vientre al varón por venir, el porvenir de sus hijos. A las doce, con un estruendo bíblico, se desprendió la pared del frontis de la casa que Santiago Arangio había clavado con sus propias manos. Rosa puso a Julia en manos de su abuela y corrió a parar el derrumbe alzando los brazos hacia la pared vencida como una minúscula atlante. Tenía seis meses de embarazo y todo apostado a la fuerza de su vientre, de modo que no había en ella miedo sino rabia. Poco más tarde, la pared del frontis se desgajó otro tanto, trayendo con ella la mitad delantera de la casa. Se refugiaron en el baño, que era, como la cocina, de cemento. El baño estaba junto al curbato que almacenaba el agua de la casa. Santiago Arangio advirtió la posibilidad de que el curbato pudiera reventar sobre ellos y obligó a su familia a emigrar a la cocina. Dolores Arangio empezó entonces a cantar, para esconder el hecho de que había llegado al último reducto de la casa.



El viento se había llevado con crujido de herrumbres las láminas del techo y paños completos de las paredes de madera. Temblando y húmedos, porque la lluvia entraba a saco por los hoyos silbantes del techo, llegaron a la cocina como después de cruzar un desierto, distraídos y en hilera, mirando a todas partes y entonando cánticos absortos. Cantaban la parodia de un viejo tango aprendido en los malos tiempos de Cuba, y luego los estribillos del mes de María en la iglesia llena de margaritas. En medio de los cantos se daban instrucciones sobre las cosas que no debían temer, las esperanzas que debían conservar, la índole pasajera de la fatalidad que había caído sobre sus hombros.



El ciclón aullaba afuera como por un desfiladero de fantasmas. Luego de pasar sobre Carrizales la primera vez dio la vuelta en el confín de la bahía. Mientras giraba, hubo un silencio y una quietud de principio del mundo, una calma de octavo día en la que hubieran podido escucharse la respiración y el batir de los corazones de Carrizales. Muchos pensaron que era el momento de ganar los refugios que estaban asignados, y salieron a alcanzarlos. Pero aquella quietud no era el fin, sino el centro del huracán, el ojo impasible y quieto del animal suspendido en el aire, esperando que salieran para volver por los aires con las alas batientes a dar el segundo coletazo, y arrebatarlos de la tierra. A uno lo degolló con láminas que levantó de techos mal clavados. A otro lo bateó con un árbol arrancado desde sus raíces. A otra la alzó en vilo cuatro metros para clavarla de espaldas sobre el fiel de la veleta que movía un pozo de agua. A uno más lo enterró en una ola de lodo que traía ahogados bagres sorprendidos en el muelle. A la familia que corría huyendo de su furia la dispersó como quien azota un manojo de flores. Y al que estaba montado en su camión le echó encima una paletada de mar que lo engulló de un gorgorito. Desclavó las maderas de las casas, desenraizó los árboles, limpió las ramas flojas de la selva para echarlas como si las espolvoreara sobre la cama de astillas y lodo en que iba convirtiendo a Carrizales.



Mientras el huracán esperaba invitando a sus víctimas, Santiago Arangio y su familia quisieron también aprovechar el receso y caminar en fila india a la calle siguiente, donde estaba la bodega de Pepe Almudena. No bien asomaron al campo abierto, el aire empezó de nuevo y en un segundo corría y silbaba. Un tablón se desprendió de un taller en el horizonte oscuro, fondeado por un lejano trasfondo de madrugada, y vino por los aires obligándolos a entrar de nuevo a los escombros seguros de la casa. Volvieron a la cocina y oyeron otra vez el sonido atronador de la desgracia, el aullido del viento, el eco de las cosas derrumbándose como las murallas de Jericó. En medio del estruendo creció el horror antípoda de un bisbiseo, un susurro perfectamente audible que el viejo Santiago Arangio no tardó en asociar con el agua que entraba por debajo de la puerta de la cocina. Se filtraba por la rendija como si huyera y buscara salida.



-- Se está metiendo el mar-- dijo Santiago Arangio.



Rosa sintió el ciclón dar una vuelta en su vientre y por los pies descalzos de su hija Julia hasta los arcos altos y los tobillos indefensos. Dolores cargó a Julia contra su cadera, Soledad pasó un brazo por la espalda de su madre, y volvieron a cantar las dos con una solemnidad contagiosa de gente que se dispone a morir dignamente. El viejo Santiago Arangio puso una mano sobre el vientre sietemesino de su hija Rosa, y le dijo:



-- Va a vivir.



El agua subió rápido, sin prisa y sin pausa. Alcanzó primero sus tobillos y luego sus rodillas. Cuando mojó sus cinturas, se subieron a las sillas y luego, cuando alcanzó las sillas, subieron todos juntos, pegados y ateridos, a la única mesa que había en la cocina. El agua siguió subiendo. No había ya rezos ni cantos, sólo el siseo del agua subiendo como si alguien llenara un estanque con techo y ellos estuvieran bajo el techo. Un susurro, un chapoteo. Alcanzó otra vez sus tobillos, otra vez sus rodillas, otra vez sus cinturas. Empezaba a llegarles al pecho cuando se detuvo.



-- Paró – dijo Rosa Arangio, que mantenía a Julia alzada en vilo sobre su cabeza y el vientre sumergido bajo el agua, con su hijo zarandeando adentro.



-- Paró, sí – dijo Santiago Arangio con un alivio seco, largo como los años de su vida.



El agua empezó a irse como llegó sin prisa ni pausa, bajando a saltos breves en el mismo susurro, el mismo chapoteo. Descubrieron entonces que el ruido había cesado, que no quedaba sino el rumor de una llovizna limpia y tersa en las primeras bocanadas del amanecer, y de pronto, otra vez, luego de los vientos nórdicos con icebergs y pingüinos, una primera vaharada de calor, el calor agobiante del verano en Carrizales, el aliento circular de la selva y la normalidad. Supieron así que había terminado, y gritaron de júbilo una gritería que se fue volviendo autoconmiseración y llanto, un llanto amargo, muto, que no venía siendo sino el sudor del miedo, la orina triste y noble del espanto. Con el amanecer, cruzaron a la bodega de Pepe Almudena, caminando sobre una capa de lodo que cubría sus pantorrillas y arrancaba sus zapatos. Todo lo que dominaba la vista eran montes de madera rota, un enorme astillero de casas derruidas, árboles arrancados, potes de luz vencidos, calles sepultadas. Rosa llevaba a su hija de la mano y la otra mano puesta en su vientre, sintiéndolo firme, probado, invencible. En medio de la desolación de rostros y paisajes una luna y un sol bailaban en su frente.



Julián supo por la radio del campamento de La Reserva de Miranda que el ciclón había arrasado Carrizales. Por la radio de la Casa Casares supo que su madre y su mujer, sus hijos y sus suegros, estaban vivos. A petición de Julián, Salvador Induendo preguntó por Nahíma Barudi. Se había refugiado a tiempo, con su madre, en la Casa de Gobierno, donde no hubo incidente grande ni pequeño que lamentar.



-- ¿Cómo quedó el pueblo? – preguntó al final Salvador.



Entre ruidos de abejas y estáticas del aparato, la voz informante se quebró al decirle:



-- No quedó.”





En:

El resplandor de la madera (novela)

Héctor Aguilar Camín

ALFAGUARA, México 1999
Páginas 251-255