viernes, septiembre 02, 2011

Vivir con los desastres y de/construir su riesgo en Costa Rica

Es la temporada de huracanes, estos se anuncian junto a numerosas tormentas tropicales con fuertes ventiscas y lluvias torrenciales que afectarán toda la cuenca del Caribe, aunque normalmente esto afecta esencialmente las islas y sólo en pocas ocasiones la trayectoria, el tamaño o el momento en que suceden, llega a afectar directamente la parte sur/este del istmo, es decir Costa Rica y Panamá. Normalmente, se indica que nada más serán los efectos indirectos de la tormenta o el huracán los que afectarán nuestro país, pero no en la costa caribe, sino en las zonas montañosas del centro y las llanuras aluviales de la costa del Pacífico. Junto con los ocasionales sismos, este fenómeno natural es el principal elemento vinculado con la ocurrencia de desastres en Costa Rica ya que es en relación con las tormentas tropicales y las lluvias torrenciales a ellas vinculadas que se suscitan inundaciones, crecidas de ríos –con sus ‘cabezas de agua’-, llenas o deslizamientos y avalanchas.

En un país con una topografía muy irregular, con una extensa zona montañosa que rodea el valle central a más de dos mil metros de altura y que va de frontera a frontera partiendo el país en dos cuencas, con múltiples pequeños valles inter-montanos a lo largo de toda la costa del Pacífico y ríos de montaña que descienden raudos hacia las llanuras aluviales a pocas decenas de kilómetros, es lo normal, explicable que las poblaciones que habitan esos valles, desmontes o llanuras deban vivir con desastres.

Costa Rica entera tiene una geografía y una topografía propensa para que lluvias torrenciales tropicales en las montañas impliquen inundaciones y crecidas abruptas en las zonas bajas, desmontes o llenas en las llanuras, tanto en el Caribe como en el Pacífico; pero también en todas las laderas montañosas de los pequeños valles o en la cuenca principal que recorre el valle central y desciende hacia la costa del pacífico.

El istmo es angosto y por tanto, en un país cuya distancia de océano a océano es tan solo de unos pocos cientos de kilómetros, los grandes fenómenos atmosféricos o hidro-meteorológicos, las modificaciones en las corrientes, las mareas y las temperaturas de ambos océanos tienen impactos variados, articulados y complejos, con múltiples microclimas y comportamientos muy disímiles en las diversas microcuencas, penínsulas o cañadas. En todas esas hondonadas se asentaron poblaciones desde tiempos precolombinos, o lo hicieron en las faldas montañosas de la cordillera volcánica, donde se suman la composición de la tierra, la inmensa cantidad de fallas tectónicas locales y la altísima sismicidad vinculada con la actividad volcánica.

Es la temporada lluviosa del Pacífico, los grandes meteoros del caribe succionan las nubes y las hacen chocar con las laderas montañosas al sur del Valle Central, la fila Chonta y los cerros de la zona de los Santos, pero también, contra las cumbres volcánicas de la Cordillera Central cuyas quebradas y ríos descienden hacia el sur y constituyen parte esencial de la cuenca del Río Virilla, parte de la cuenca alta del Río Tárcoles, sobre la que se extendió en los últimos cien años la ciudad de San José y su Gran Área Metropolitana.

La confluencia temporal de la temporada lluviosa que carga de nubes las zonas costeras del Océano Pacífico con el período de verano/otoño boreal, que se ha considerado convencionalmente como la ‘temporada de huracanes’ del Océano Atlántico y el Mar Caribe, implica que grandes fenómenos como El Niño añadan complejidad a los procesos y por tanto lleve a que, por ejemplo, en la costa del pacífico haya sequias o inundaciones, pero también algunas ocasiones de muy altas marejadas que afectan toda la vida humana en la costa, desde la pesca hasta el turismo, desde los humedales hasta las poblaciones. La gran complejidad implica serias dificultades para los pronósticos y exigen, a la vez, mayores niveles de capacidad técnica y profesional para detallar los posibles sitios de impacto negativo; pero más allá de ello, es ampliamente conocido el comportamiento de los ríos y sus microcuencas a lo largo de ambas costas y desde las zonas altas hasta las llanuras.

La estructura productiva y el control relativo sobre ella, en términos de su impacto en la geografía, marca los grados y tipos de riesgos que se tendrán en el futuro, no como hechos aislados, sino como tendencias repetitivas a lo largo de las décadas. El trazo de las vías normalmente ha sido los viejos caminos coloniales o los propios de la forma de producción y hasta de los productos específicos que la ocuparon.

En el Valle Central, igual que en las zonas montañosas del sur y el oeste de ese valle: la zona de los santos (los municipios de Pérez, Dota, Cortés, Tarrazú, Acosta, Puriscal y Turrubares) así como el extremo oeste de Alajuela (los municipios de Palmares, Valverde, Grecia, San Ramón, Atenas) es claro que predominó la estructura basada en la plantación cafetalera que implica múltiples caminos enrevesados, siguiendo la topografía del terreno, que permitan acercar los trasportes (desde la época de las carretas) a los sitios de cosecha y recolección. Por seguir esos antiguos trazados que están determinados por la topografía, los caminos suben y bajan por las colinas de las plantaciones. En sus confluencias se construyeron los ‘recibidores de café’, que luego se fueron convirtiendo en caseríos y poblaciones, a medio camino entre los antiguos poblados –que datan de tiempos precolombinos-, donde se instalaron los beneficios, es decir la agroindustria del café.

En Guanacaste, la ganadería que se fomentó desde el inicio de la colonia estableció un tipo distinto de paisaje, en el que se perdió el antiguo bosque seco y se constituyeron grandes haciendas de pastizales sobre la cuenca del Río Tempisque, paisaje que se continuó con el desarrollo de otras plantaciones similares como los granos –arroz, sorgo- y el azúcar. Aquí no hay ni hubo caminos enrevesados, sido grandes extensiones sin caminos y solo largos trazos que comunicaban los poblados que llegaron a constituir las cabeceras cantonales, en todo caso extendiéndose a ambos lados y casi en paralelo con el Río Tempisque, desde su cuenca alta hasta el Golfo de Nicoya y más al sur. Esto solo lo complementa, en las últimas décadas, los caminos costeros que impulsó la inversión turística más reciente.

En el Caribe y Pacífico centro/sur, las bananeras, gigantescas plantaciones –para la escala de Costa Rica-, cubrieron toda la llanura aluvial. En la provincia de Limón casi toda su extensión con excepción de las áreas pantanosas de más al norte (Tortuguero y la zona fronteriza norte con sus humedales). En el Pacífico se extendieron desde su parte central hasta el extremo sur, fronterizo con Panamá. En todos los casos las plantaciones fueron diseñadas con extensas cuadrículas de caminos que comunicaban con los llamados cuadrantes –donde se concentraban la masa laboral y la agroindustria-, algunos de los cuales fueron a la vez puertos (como Golfito o Cortés). Así cubrían grandes planicies con escasas y bajas colinas, que fácilmente se inundaban y cuyos grandes y anchos ríos terminaban en amplios humedales, todo lo cual implicó una inmensa infraestructura de desagüe y drenaje, así como diques protectores, pero que no evitaban las periódicas llenas por lo que los diseños habitacionales, comerciales o industriales se adaptaron a una zona de inundación con edificios construidos sobre pilotes y amplios corredores abiertos y cubiertos por techos extendidos y de alto desnivel.

La arquitectura tradicional (tanto habitacional como comercial –los comisariatos- o agro-industrial) y el diseño vial dependieron de la organización productiva que el tipo de producto y su forma de plantación establecía, pero se adaptaba también a las condiciones geográficas y la forma de la cuenca, microcuenca, valles inter-montanos o zonas costeras.

En todos los casos, el poblamiento siempre contó con la existencia cotidiana de una época intensa de lluvias que cubriría cada año más de la mitad de los meses, y por tanto la lluvia cotidiana ha sido parte de la vida nacional, y en particular el valle central, el caribe y la costa sur-central del pacífico. No obstante prácticamente nada más las plantaciones bananeras generaron una estructura vial, productiva y habitacional-comercial, con su arquitectura y adecuación, que respondiera a estas condiciones normales desde siempre; tanto, que la población indígena precolombina también había identificado formas de sobrellevar su impacto en la cotidianeidad, como es notable en sus construcciones y poblados, con taludes o pilotes y alto desniveles en sus techumbres.

El poblamiento progresivo y luego acelerado se realiza en paralelo con la importación de modelos urbanísticos y arquitectónicos, que no fueron pensados para diez grados norte del Ecuador y mucho menos para un estrecho istmo entre dos océanos, o aún peor, un angosto istmo atravesado a lo largo por cadenas volcánicas cuyos picos suben por encima de los tres mil metros. Ese poblamiento, que cubrió micro-cuencas y cuencas sin tomarlas en cuenta, que subió las laderas a lo largo de las calzadas paralelas a las acequias sin ocuparse de que había tiempos de creciente o cabezas de agua. Esos poblados y pequeñas ciudades construidas a orilla de los ríos, las costas, los humedales sin tomar en cuenta que por varios meses la marea o el nivel de las aguas sube hasta al menos un metro -o uno y medio- en distintos momentos, o cambia de cauce o extiende su cauce o se taponea con los materiales erosionados de las laderas montañosas. Esas ciudades que se construyen sobre los cafetales sin tomar en cuenta que la enrevesada red de callejuelas no servían para sacar las aguas residuales ni la basura, pero que tampoco las acequias lo harían sin costo social altísimo en el mediano y largo plazo –algo que ya pasó: ese largo plazo-. En general, esa forma de crecimiento económico y poblacional con desdén de la geografía y el clima conlleva a una situación de permanente convivencia con desastres.

Todos esos procesos, diferentes pero similares en cada una de las regiones implican que la gran mayoría de la población viva con los desastres, pero que todavía no haya tomado conciencia suficiente como para iniciar su de-construcción y la reconstrucción de un hábitat que supere las viejas condiciones de adaptación climática, geográfica y topográfica… al menos.

La política nacional sobre gestión de riesgo es un tema por desarrollarse, pues aun cuando ha habido cambios legislativos y organizativos, se sigue centrando la atención en los desastres, como si no hubieran pasado dos décadas desde que se alcanzaron los primeros consensos y publicaciones sobre lo no-natural de los desastres y la necesidad de enfocarse en el riesgo, tanto en su reducción como en su deconstrucción, para establecer la estrategia de desarrollo con base en un objetivo de bajísimo riesgo.

Como se dice comúnmente ‘todo mundo sabe’ cuáles comunidades y poblados se inundan y cuándo, en qué meses específicos eso sucede, de manera que la acción preventiva o mitigadora tampoco se puede atribuir a la falta de información. Pero sí al abuso inadecuado de la información, a su uso alarmista, clientelista o politiquero, que tiene resultados inmediatos visibles en el corto plazo –cuando se aplica con algún grado de sensatez- pero que en todos los casos escapa a las exigencias de construir de-construyendo el riesgo previamente producido.

Planes reguladores costeros, planes cantonales, planes regionales, planes subregionales son requeridos para replantearse cómo de-construir el riesgo en áreas tan importantes como el AMSJ, por la alta concentración de la población nacional que la habita; pero su oficina de planificación (la OPAM, creada por la Ley 4240 décadas atrás) se cerró poco después de su constitución sin razón alguna y simplemente por oscuros intereses clientelistas o comerciales, es decir relacionados con la renta del suelo y la especulación inmobiliaria que permitiría el no tener regulación o entes reguladores y planificadores.

Como contraparte, que actúa en la misma orientación negativa, la falta de precisión y el alarmismo que se genera al hacer pronósticos, tanto con tsunamis, como sismos, huracanes y otros fenómenos naturales. Aparte de darles personalidad y características humanas (furia, bondad... ) se les achacan a estos fenómenos naturales, en particular en la prensa, todo tipo de impactos sin base científica, sin estudiar los procesos específicos o la interconexión de procesos más particulares, como los microclimas o los comportamientos típicos de costa, montaña o cuenca, aparte de los grandes fenómenos como las temporadas o ciclos anuales de tipo estacional (en verano/otoño boreal la temporada de huracanes del Océano Atlántico, por ejemplo), y menos aún los procesos más generales como El Niño, las mareas astronómicas o el cambio climático/calentamiento global. En general cuando se habla de esto último se expresa como la causa inmediata y prácticamente la única de que un evento ocurra, o más bien, de que un desastre tenga ocasión o sobrevenga.

La política nacional sobre gestión de riesgo está por construirse, para empezar, con determinar la incidencia en ella de elementos esenciales de la vida nacional y la estrategia a largo plazo de la ocupación del territorio: las inversiones nacionales en vivienda y comunicaciones, desde carreteras, caminos o puentes, hasta telecomunicaciones y producción de energía, sumado por supuesto a una política nacional sobre manejo del recurso hídrico y de residuos sólidos o líquidos. La importante inversión nacional en vivienda e infraestructura es esencial para orientar la política de tierras, de precios del suelo y rentas de localización, sin lo cual, no podrá existir nada que se llame gestión del riesgo.


Agosto del 2011.
-escrita a solicitud y para ser publicada en la Revista AMBIENTICO, UNA.