miércoles, diciembre 22, 2010

NO ES SU CULPA

En estos días de intenso consumismo, en los que nos quieren sacar el aguinaldo a como haya lugar, aunque en enero las compraventas y sitios de empeño estén abarrotados; en estos días, en los que no se puede ir a ningún lado sin esperar grandes filas y aglomeraciones en todos los comercios, bancos y similares, me resulta provechoso el que, a diferencia de muchos otros varones, no me moleste caminar y entrar a muchas tiendas y ver mil ofertas y comparar precios y calidades por horas (eso que ahora llaman ‘güindou-chopin’), aunque a veces me devuelva a casa sin haber comprado nada.

Se debe sin duda a que de niñito siempre tenía que acompañar a mi madre cuando iba de compras a San José, casi siempre en tardes en que mis hermanitas iban a la escuela, y claro, como no había nadie que me pudiera cuidar entonces me saltaba ese día la siesta obligatoria y después de la lavada de platos del almuerzo, doña Dora me tomaba de la mano y caminábamos hacia la pulpería de Tiso Montero a esperar el bus que venía de San Rosa, o seguíamos hasta el centro y tomábamos el bus en la parada detrás de la iglesia, al lado de la soda El Viejo Nido.

Era un viaje fantástico, en particular cuando nos tocaba el Lirio Blanco, el mejor y más moderno bus de toda la flotilla moraviana. Así, la placidez de la siesta se convertía rápidamente en la aventura que pasaba rauda por las ventanillas con tonos azules y pronto estábamos pasando por Guadalupe (que al decir de mi padre era ‘lo más feo de Moravia’), y llegando al momento crucial dónde el bus debía superar el temible puente de ‘los incurables’ que era angosto, viejo, medio derruido y además, se continuaba en una cuesta de altísima pendiente, que los buses con costos podían subir, hasta que años después inauguraron los dos puentes cómodos, de concreto, anchos y en curva, toda una modernidad. La cuesta concluía en Aranjuez y al pasar la barbería de la esquina se sentía el alivio de haber, una vez más, superado la cuesta interminable y alcanzado a salvo los linderos de la ciudad.

En efecto, a partir de ahí aparecía, primero la iglesia de Santa Teresita (o el Hospital, según las rutas o sus cambios eventuales), de manera que la ciudad aparecía con los edificios de La Aduana y frente a ella, la casona del Ferrocarril, para dar vuelta a la derecha y bajar hacia la vieja Estación, el Parque Nacional y la antigua Casa Presidencial, donde el dulzón olor del guaro hacía siempre voltear la mirada a la tapia de La Fábrica, como para disfrutarlo con la vista también y no solo con el olfato.

Disfrutando esos olores y sensaciones se pasaba el último susto al llegar a la curva, que el bus hacía bruscamente, en el quiosco ese que se llamaba Templo de la Música. Ahí lo que más llamaba la atención, luego de ver la fuente al inicio de Parque Morazán y el Edificio Metálico, eran los vitrales de la casa bonita a la izquierda, antes de que la atención fuera completamente capturada por los cisnes negros del parque japonés o chino –cada quien le llamaba como quería, o un día de una forma y otro de otra-.

El Lirio Blanco se adentraba entonces en el bullicio del comercio citadino y concluía su ruta frente al Mercado Borbón, dónde el ruido crecía pues las ventas de verduras y frutas abarrotaban las calles y aceras. Doña Dora tomaba con fuerza mi mano y cuidaba su bolso para llegar a salvo a la esquina noroeste del Mercado Central, precisamente en la esquina dónde el olor a cueros lo llenaba todo y pasábamos cerca del tramo de los moravianos Hidalgo, talabarteros por generaciones, para seguir hacia la salida por la avenida central, al sur, pasando por el indispensable saludo a los parientes que tenían también su tramito.

Las compras iniciaban entonces en las cuadras cercanas al mercado, pero ya en la avenida central, y podíamos pasarnos horas viendo cortes y telas en Simón, El Globo o quizás, cuando había más dinero, en La Gloria, o pasamanería en La Españolita –sobre el Pasaje Jiménez-, pero igual, en cualquiera de las tiendas, los colores y olores cambiaban sustancialmente y era deslumbrante admirar las paredes repletas de texturas, tonos y formas múltiples y sentir el olor a nuevo de las que se desplegaban en los mostradores. La vuelta al bus podía ser por el costado este del mercado para pasar por la esquina de las flores y las hierbas que iluminaban todos los sentidos de nuevo, con un cambio radical solo comparable con el paso, a media cuadra hacia la parada de buses, por la zona de las pescaderías.

El viaje de compras se convertía en toda una aventura maravillosa de cambios de ambiente y con ello, lejos de resultar aburrida, era una experiencia que recordaría cada vez que fuera de compras, incluso, cuando luego de horas no comprara nada. Todavía sigo disfrutando esos cambios de ambiente y me sigue costando decidirme al comprar, luego de comparar precios, calidades y posibilidades hasta en los artículos más insignificantes.

Excepto con los libros o la música, cada vez que voy de compras paso horas o días disfrutando del ir de compras, más que del comprar propiamente tal y mantengo igual fidelidad a los mismos productos y rutinas por décadas. Tanto que a veces me regalan unos zapatos para que deje, por fin, esos mismos que tienen añales y sigo utilizando las mismas chancletas de siempre.

Como no uso colonias ni perfumes y no me afeito desde el final de mi adolescencia, pues coincidí con la moda de las barbas setenteras, no soy comprador de esos productos y sigo utilizando el mismo tipo de desodorante desde hace cuarenta años.

Y no me ha ido mal, mis parejas no sienten que alguien las presione, abandone o incomode cuando se trata de salir de compras, gracias quizás a su suegra. De hecho nunca se quejan ni de mi compañía en las tiendas, ni del simplón y usual desodorante, así que no parece justo echarle la culpa de las rupturas al desodorante.



MAR/22-12-10



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