Camelia La Bandida, el ‘temblor de tierra’, movía sus caderas de manera furiosa, como la 'sabinera' que derretía el hielo de los tragos. Trabajaba, la casi adolescente mulata, en una vieja casona de madera, grande y esquinera, localizada en el Alto de Guadalupe, sobre la calle principal de Ipís, donde ahora hay una iglesia misionera de alguna secta de barrio con algún nombre como Redención, o Sanidad Divina, o Manantial de Vida.
Era el final de los años sesentas y con mis compañeros de colegio asistimos una noche de invierno al espectáculo, atraídos por nuestra también furiosa adolescencia y la recomendación de los más osados, que la habían descubierto.
Bailaba desnuda y se movía por entre las mesas manchadas y con manteles de papel, en una semi oscuridad húmeda. Sonreía pícara entre el humo de cigarrillos, los aplausos y los gritos de los parroquianos, particularmente los mayores, que elevaban sus tragos y gritaban alabanzas a esa, la negrita del día que no se podía tocar, mientras los colegiales casi guardábamos prudente silencio. Era electrizante y penetraba con la enorme fuerza de sus negros ojazos las pupilas deslumbradas y dilatadas de sus devotos y lo sigue haciendo después de más de cuatro décadas.
Era el final de los años sesentas y con mis compañeros de colegio asistimos una noche de invierno al espectáculo, atraídos por nuestra también furiosa adolescencia y la recomendación de los más osados, que la habían descubierto.
Bailaba desnuda y se movía por entre las mesas manchadas y con manteles de papel, en una semi oscuridad húmeda. Sonreía pícara entre el humo de cigarrillos, los aplausos y los gritos de los parroquianos, particularmente los mayores, que elevaban sus tragos y gritaban alabanzas a esa, la negrita del día que no se podía tocar, mientras los colegiales casi guardábamos prudente silencio. Era electrizante y penetraba con la enorme fuerza de sus negros ojazos las pupilas deslumbradas y dilatadas de sus devotos y lo sigue haciendo después de más de cuatro décadas.